Hace setenta y ocho años, el 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 181 que impuso la partición del territorio palestino. Aquella decisión, presentada como un compromiso para la paz, terminó marcando el inicio de una injusticia histórica que aún perdura. Millones de palestinos fueron desplazados de sus hogares, en lo que el propio pueblo denomina la Nakba, la catástrofe. Desde entonces, generaciones enteras viven privadas de su derecho a la autodeterminación y de su derecho al retorno, reconocido por la Resolución 194 de 1948, pero nunca materializado.
El 29 de noviembre, convertido en “Día Internacional de Solidaridad con el Pueblo Palestino”, debería ser una jornada de acción concreta y de reparación. En cambio, se ha transformado en un símbolo de contradicción moral. La misma organización que decretó la partición conmemora cada año un sufrimiento que no ha detenido. Las declaraciones de solidaridad contrastan con la falta de medidas efectivas ante los hechos documentados por organismos internacionales: la ocupación prolongada, el bloqueo a Gaza, la expansión de asentamientos en Cisjordania y las operaciones militares que destruyen infraestructura civil. La solidaridad verdadera exige acciones concretas, no ceremonias protocolarias.
Diversos informes de las Naciones Unidas, de Amnistía Internacional y de Human Rights Watch describen las políticas y prácticas impuestas en los territorios palestinos como un régimen de discriminación institucionalizada que vulnera principios fundamentales del derecho internacional. A ello se suman los bombardeos y restricciones que han provocado una catástrofe humanitaria en Gaza y el deterioro de la vida cotidiana en Cisjordania. Todo esto ocurre mientras las potencias internacionales invocan la estabilidad y la seguridad para justificar la inacción.
La trayectoria de las instituciones internacionales frente a Palestina está marcada por decisiones fallidas y omisiones graves. La partición de 1947, la inacción frente a los crímenes de 1982 en Beirut y las restricciones humanitarias toleradas durante los años 2000 son ejemplos de una historia de silencios. Hoy, en 2025, ese patrón se repite con la aprobación de nuevas resoluciones que, bajo el lenguaje de la estabilidad, omiten los derechos fundamentales de un pueblo.
La reciente Resolución 2803, aprobada en noviembre de 2025, representa un nuevo ejemplo del doble rasero internacional. Presentada como un “plan integral de paz”, ignora los derechos reconocidos por las propias resoluciones de la ONU y omite el contexto de ocupación prolongada. Bajo la retórica de la estabilidad, se pretende consolidar una estructura de control que limita la soberanía palestina y condiciona la ayuda humanitaria a la renuncia de derechos fundamentales.
El derecho internacional reconoce que los pueblos sometidos a dominación extranjera tienen el derecho a luchar por su liberación por medios compatibles con la Carta de las Naciones Unidas. La Resolución 3070 de 1973 reafirmó este principio. En ese marco, la resistencia del pueblo palestino no puede reducirse a un problema de seguridad: es una expresión de dignidad, una afirmación del derecho a existir. La represión de esa resistencia y la criminalización de sus manifestaciones civiles constituyen una negación del propio sistema internacional de derechos humanos.
La comunidad internacional proclama solidaridad mientras normaliza la desigualdad. Diversos informes de Naciones Unidas, Amnistía Internacional y Human Rights Watch han descrito un régimen de discriminación sistemática en los territorios ocupados y una crisis humanitaria que se agrava año tras año. No basta con lamentar la violencia: el deber moral y jurídico es actuar para garantizar los derechos reconocidos y proteger a la población civil.
Alkarama denunciamos esta farsa moral y jurídica. El llamado “día de solidaridad” se ha convertido en un ritual vacío, un intento de limpiar la conciencia de un sistema internacional que tolera la impunidad. El pueblo palestino vive las consecuencias de esa contradicción todos los días.
La resistencia de Palestina —reconocida como legítima en el marco del derecho internacional— es una afirmación de vida frente al despojo. Su existencia misma es testimonio de dignidad y persistencia. Resistir, en este contexto, significa mantener viva la memoria, proteger la identidad y reclamar los derechos universales que asisten a todo pueblo sometido a dominación.
La historia reciente demuestra que el discurso de la seguridad ha sustituido al de la justicia. Los llamamientos a la calma ocultan la ausencia de responsabilidad. Las potencias que podrían promover una solución justa han optado por la pasividad o el cálculo geopolítico. Mientras tanto, continúan las demoliciones, las restricciones a la ayuda y la expansión de asentamientos que erosionan las posibilidades de paz duradera.
Desde Alkarama, recordamos que la memoria no se rinde. Denunciamos la impunidad y la falta de rendición de cuentas por las violaciones de derechos humanos cometidas durante décadas. Rechazamos el uso selectivo del derecho internacional y las políticas de doble rasero que perpetúan la colonización y la ocupación. Reafirmamos que no hay paz posible sin justicia, ni estabilidad sin libertad.
El 29 de noviembre debe ser más que un gesto simbólico. Debe ser un compromiso renovado con la dignidad humana y con el cumplimiento efectivo de las resoluciones que garantizan la autodeterminación y el retorno de quienes fueron desplazados. La solidaridad no se mide en declaraciones, sino en acciones que rompan la impunidad.
Setenta y ocho años después, el pueblo palestino continúa defendiendo su identidad, su historia y su derecho a un futuro en libertad. Frente a la indiferencia y la hipocresía, reafirmamos la convicción de que la justicia es posible y que la memoria, mientras siga viva, seguirá abriendo caminos hacia la dignidad.
Ni olvido, ni silencio, ni sumisión.
Porque la memoria es una forma de resistencia y la dignidad no se negocia.