La destrucción de Gaza no ha sido solo una catástrofe humanitaria: ha desencadenado una ruptura política de alcance global. Frente a décadas de impunidad sostenida por el sistema occidental, la estrategia palestina ha entrado en una nueva fase, capaz de generar consecuencias reales en tribunales, instituciones, cadenas de suministro, sistemas financieros y plataformas digitales.
En este ensayo, la pensadora palestina Rima Najjar analiza cómo Gaza ha puesto en crisis la legitimidad de las instituciones occidentales, ha erosionado el marco de gobernanza heredado de Oslo y ha desplazado la lucha palestina al corazón mismo de la arquitectura del poder. Lo que está en juego ya no es el relato, sino el futuro del sistema que pretendía gestionar —y contener— la causa palestina.Lee el artículo original en inglés y la traducción completa al español en Alkarama:
Gaza cambió el sistema de poder mundial
De la impunidad a la consecuencia
El sistema occidental, actuando en estrecha coordinación con la estrategia del Estado israelí y con redes de políticas proisraelíes incrustadas en las instituciones occidentales, está reconociendo —a través de su propio comportamiento— que la estrategia palestina está reconfigurando activamente el propio campo del poder.
Por “el sistema” me refiero a algo concreto: la maquinaria coordinada de Estados Unidos, Canadá y los Estados europeos —gobiernos, tribunales, policías, prisiones, agencias de inmigración, organismos reguladores financieros— junto con las capas de gobernanza de plataformas digitales y universidades que hoy funcionan como guardianes políticos.
Este campo de aplicación del poder está fragmentado en creencias y posiciones políticas, pero es coherente en sus efectos.
Israel está entretejido en esta maquinaria mediante alianzas formales, coordinación en inteligencia y seguridad, asociaciones de políticas públicas y una vasta infraestructura de incidencia proisraelí que moldea la legislación, las prioridades de aplicación de la ley y las doctrinas de riesgo institucional dentro de los Estados occidentales. El resultado es un campo de gobernanza integrado en el que los objetivos del Estado israelí y los poderes coercitivos occidentales operan como un único marco que da forma a la política sobre Palestina y la región.
Este reconocimiento se registra a través de acciones estatales como: sanciones, prohibiciones, procesamientos judiciales, vigilancia, congelación de activos, restricciones en plataformas digitales y presión financiera. Estas medidas están dirigidas a la capacidad organizativa palestina.
En los últimos dos años, el activismo palestino ha experimentado una transformación estratégica. En lugar de concentrarse principalmente en el reconocimiento dentro del debate occidental, se ha orientado cada vez más hacia la generación de palancas de presión sobre las propias instituciones occidentales: a través de la exposición legal, los mecanismos de rendición de cuentas, la complicidad material y la presión estructural. Esta transformación se ha acelerado por una serie creciente de puntos de fricción de la represión occidental, cada uno de los cuales revela dónde los sistemas de gobierno comienzan ahora a sentir la tensión.
Gaza ha hecho imposible contener este giro.
La magnitud de la matanza, la privación y la destrucción ha obligado a las instituciones occidentales a enfrentarse de manera directa con la consecuencia. O bien los actores palestinos y sus aliados logran convertir Gaza en resultados ejecutables —procesos judiciales, órdenes de detención, sanciones, restricciones a la venta de armas, responsabilidad corporativa, deslegitimación institucional— o bien el poder occidental se mueve agresivamente para tomar el control de los canales a través de los cuales se producen dichos resultados. Gaza ha expuesto aquello que el poder teme hoy más que nada: la pérdida del control sobre los resultados, y no únicamente sobre el relato.
Este ensayo traza el mapa de ese giro: qué es, cómo surgió y hacia dónde se dirige ahora.
I.1 El objetivo: la capacidad política palestina
En todo el campo de aplicación del poder occidental–israelí, la presión se concentra ahora en un único problema: la infraestructura funcional que permite que la política palestina opere como una fuerza política organizada y eficaz. Esa capacidad ya no depende únicamente de discursos o protestas. Hoy existe en la construcción de una rendición de cuentas real mediante pruebas jurídicas sólidas, en la organización y articulación de movimientos más allá de las fronteras, y en el uso de canales prácticos que permiten que la acción política genere cambios reales y medibles dentro de los sistemas sociales, económicos y digitales.
El primer espacio de ataque es la propia infraestructura de la rendición de cuentas. Las organizaciones palestinas de derechos humanos y jurídicas han construido registros densos sobre Gaza: testimonios, análisis forenses, bases de datos de víctimas y argumentaciones legales capaces de circular entre tribunales y jurisdicciones. Cuando este material llegó a instancias internacionales como la Corte Pena International, la respuesta fue directa y sistémica. En octubre de 2024, las autoridades de Estados Unidos y Canadá lanzaron acciones coordinadas contra la red de solidaridad con los presos Samidoun, calificándola como entidad terrorista, congelando activos y criminalizando el apoyo. Funcionarios estadounidenses describieron al grupo como una “falsa organización benéfica”. Samidoun respondió que las medidas estaban diseñadas “para reprimir la organización política”. En el mismo período, YouTube eliminó los canales de tres importantes organizaciones palestinas de derechos humanos, borrando más de 700 vídeos con valor probatorio. Un director jurídico palestino resumió esta dinámica con una claridad brutal: “Estamos siendo castigados por insistir en que la ley se aplique”. Cuando la rendición de cuentas empieza a amenazar con producir resultados, la maquinaria legal y archivística que la hace posible pasa a estar bajo presión directa.
El segundo objetivo es la infraestructura de organización. Comités de presos, movimientos revolucionarios, formaciones de la diáspora y redes transnacionales de solidaridad sostienen la vida política más allá de cualquier evento puntual. Samidoun lo ilustra con especial contundencia. Su trabajo de articulación entre presos políticos de Gaza, Cisjordania, Líbano, Europa y Norteamérica ha provocado prohibiciones en Alemania, designaciones paralelas y medidas coercitivas en Norteamérica, redadas policiales y restricciones financieras. En las mismas acciones de octubre de 2024, las autoridades estadounidenses también sancionaron a Khaled Barakat, escritor y figura dirigente del movimiento Masar Badil, citando explícitamente la eficacia de su labor política. Tras una de las redadas, un organizador captó la intención de la campaña contra ellos: “Están intentando hacer imposible el propio trabajo”. La presión no se detiene en una declaración concreta. Busca desactivar la capacidad del movimiento para funcionar como fuerza política. En Gran Bretaña, Palestine Action ha sufrido prolongadas detenciones preventivas bajo poderes policiales ampliados, con ocho activistas presuntamente encarcelados durante más de un año. Su huelga de hambre trasladó la lucha a los tribunales y a las enfermerías penitenciarias, mientras sus apoyos en el exterior repetían una verdad simple: “No se puede encarcelar a un movimiento”.
El tercer gran objetivo aparece allí donde el trabajo político se convierte en acción cotidiana y concreta. Se trata de un ataque coordinado contra los canales de funcionamiento diario. Las plataformas digitales suprimen de forma masiva el contenido palestino. Un informe de 2024 de 7amleh documentó la limitación sistemática de publicaciones palestinas por parte de Meta, con políticas filtradas que muestran un umbral de “confianza” mucho más bajo para eliminar contenido en árabe que en hebreo. Las y los activistas se adaptan mediante el uso de “algospeak”, lenguaje codificado y símbolos, simplemente para seguir siendo visibles. Como dijo una activista estudiantil: “Pasas la mitad del tiempo intentando no desaparecer”.
El ataque material también es físico. A comienzos de 2025, aproximadamente el 64 % de las torres de telecomunicaciones de Gaza habían sido destruidas, produciendo un apagón informativo casi total. Las instituciones replican este cierre. Las universidades imponen sanciones disciplinarias. Los empleadores rescinden contratos. Los bancos cierran cuentas. Palestine Legal informa de un aumento sin precedentes de casos de activistas expuestos públicamente o despedidos. Nada de esto es simbólico. Cada medida obstaculiza la circulación de la política palestina a través de las instituciones que gobiernan la vida social y económica.
En los tres ámbitos, el patrón es claro. La estrategia palestina ha aprendido a generar consecuencias —en tribunales, contratos, consejos de administración corporativos y en el derecho internacional—. A medida que esas consecuencias empiezan a tomar forma, el sistema restringe la maquinaria que las hace posibles: las pruebas jurídicas, las redes organizadas y los canales materiales de operación. Esta lógica se extiende ahora al propio ámbito político palestino formal, donde los debates en torno a una propuesta de Ley de Partidos Políticos de la Autoridad Palestina son ampliamente interpretados como un intento de limitar la participación y anticipar cambios electorales, reforzando el mismo impulso sistémico hacia el control.
I.2 El método: cómo ataca el sistema
A medida que la estrategia palestina comienza a producir consecuencias, la respuesta en todo el campo de aplicación del poder occidental–israelí pasa a la intervención directa. El cambio es rápido. Se extiende entre instituciones. Se normaliza como práctica cotidiana, apuntando a la infraestructura política.
Un método es el jurídico. Los Estados despliegan sanciones, prohibiciones, procesamientos y designaciones terroristas para convertir la actividad política en una cuestión de seguridad. Las acciones de octubre de 2024 contra Samidoun por parte de Estados Unidos y Canadá reformularon el apoyo a los presos políticos como “apoyo material al terrorismo”, congelando activos y criminalizando la recaudación de fondos. En Gran Bretaña, activistas vinculados a Palestine Action permanecen en detención preventiva prolongada —muchos durante más de un año sin juicio—, superando ampliamente el límite habitual de seis meses en el Reino Unido. Incluso la defensa legal y la impugnación de esta represión han pasado a ser objetivos. Tras un trabajo sostenido de rendición de cuentas sobre Gaza, la organización palestina Al-Haq sufrió presiones y sanciones que interrumpieron sus relaciones bancarias, bloqueando las condiciones necesarias para continuar su labor jurídica.
Otro método es el administrativo. Se trata de la guerra burocrática del papeleo y los procedimientos. El liderazgo se fragmenta mediante revocaciones de visados, denegaciones de residencia y restricciones de viaje. La sanción contra Khaled Barakat limita directamente su capacidad de organización transnacional. Las organizaciones afrontan procesos de cancelación de su registro. Las cuentas bancarias se cierran mediante decisiones de “cumplimiento normativo” que no requieren explicación pública. Masar Badil denuncia que sus conferencias internacionales son vigiladas y que se prohíbe la participación de ponentes por motivos de seguridad, ocultos tras protocolos administrativos.
Un tercer método opera dentro de instituciones que se presentan como neutrales. Las universidades sancionan a estudiantes y profesorado por su activismo en favor de Palestina. Las empresas rescinden contratos. Las instituciones culturales cancelan eventos. La práctica creciente del de-banking —el cierre de cuentas por “riesgo reputacional”— corta los medios materiales de subsistencia. Estas acciones se presentan como gobernanza y cumplimiento normativo. Su efecto combinado es la exclusión política.
Un cuarto método regula la visibilidad. Las plataformas aplican supresión algorítmica y eliminación de contenidos. La documentación de 7amleh muestra que los sistemas automatizados de moderación de Meta aplican un umbral de “confianza” mucho más bajo a las publicaciones en árabe: basta con que la inteligencia artificial tenga alrededor de un 25 % de certeza (frente al 80 % habitual) de que algo podría infringir las normas para reducir automáticamente la visibilidad, limitar el alcance o eliminar la publicación. Esto facilita enormemente la supresión de contenido palestino y árabe, incluso cuando no viola realmente las políticas.
Como resultado, las y los activistas se han visto obligados a usar lenguaje codificado, grafías creativas, emojis, símbolos y formulaciones indirectas —lo que suele llamarse algospeak— simplemente para poder difundir sus mensajes y seguir siendo visibles sin censura inmediata.
Al mismo tiempo, la destrucción reiterada de la infraestructura de telecomunicaciones de Gaza (redes telefónicas, cables de internet, torres de telefonía) ha provocado apagones comunicativos casi totales —a veces durante días o más—, haciendo extremadamente difícil, y a menudo imposible, que las personas dentro de Gaza se organicen digitalmente, compartan información, coordinen ayuda o se conecten con el exterior.
A través de todos estos métodos, el objetivo se mantiene constante: interrumpir, desactivar y desmantelar la maquinaria legal, administrativa, institucional y digital mediante la cual la política palestina produce consecuencias y se sostiene como fuerza política.
I.3 La respuesta
La presión no pone fin al trabajo. Lo reconfigura.
En los movimientos palestinos y las redes aliadas, la represión se lee como confirmación del impacto. Las prohibiciones, sanciones y procesamientos se convierten en medidas de consecuencia. La estrategia se adapta y el terreno de la lucha se expande.
Una primera respuesta es la escalada legal. Las organizaciones jurídicas palestinas profundizan la coordinación internacional y amplían sus presentaciones. El proceso ante la CPI se inserta ahora en un frente jurídico en expansión, respaldado por nuevas coaliciones de juristas, académicos y actores de la sociedad civil movilizados específicamente para defender los mecanismos de rendición de cuentas. Los intentos de cerrar vías legales generan rutas adicionales de acción. El campo judicial se vuelve más complejo, no más contenido.
Una segunda respuesta aparece en la adaptación organizativa. Las redes se vuelven más distribuidas. El liderazgo circula. Las responsabilidades se reparten a través de fronteras para absorber el impacto de sanciones, prohibiciones de viaje y detenciones. Movimientos como Samidoun y Masar Badil continúan operando a escala continental mediante estructuras superpuestas y fluidas, intrínsecamente difíciles de desactivar.
Una tercera respuesta se desplaza directamente al terreno material e institucional. Las campañas apuntan a contratos, sistemas de compras públicas, cadenas de suministro de armas, rutas marítimas, fondos de pensiones y alianzas corporativas. Esta es la lógica del BDS y de formaciones de acción directa como Palestine Action. Universidades, puertos, bancos, municipios y empresas privadas se ven obligados a confrontar su complicidad. La exposición se convierte en palanca. El riesgo institucional pasa a ser presión política.
Una cuarta respuesta reclama el espacio informativo. Organizaciones de derechos digitales como 7amleh documentan la censura y convierten la represión en prueba para la incidencia política. Las y los organizadores construyen canales paralelos mediante plataformas cifradas y medios independientes. Las campañas generan sus propios archivos y bases de datos para contrarrestar el borrado. El lenguaje codificado evoluciona: deja de ser mera evasión y pasa a reconfigurar la propia expresión política.
En todas estas respuestas, un único principio rige ahora la estrategia palestina. El activismo ya no solicita el acceso al espacio público. Ejerce presión desde dentro de las estructuras que gobiernan la vida política, económica y digital. La lucha ha entrado en una fase definida por una confrontación sostenida y en múltiples frentes con la propia arquitectura del poder.
II.1 Gaza como ruptura estructural
Gaza marca el punto en el que colapsa el viejo sistema de gestión.
Durante décadas, la alineación de políticas occidentales e israelíes —expresada mediante la diplomacia estadounidense, los mecanismos de financiación europeos y la doctrina de seguridad israelí— se apoyó en un patrón estable: ofensivas militares, ayuda humanitaria, declaraciones diplomáticas y retorno a la gobernanza rutinaria. Cada ciclo de destrucción se enmarcaba como crisis y luego se absorbía de nuevo en la normalidad. La fase actual en Gaza no puede ser absorbida. La magnitud de la matanza, el desplazamiento, el hambre y el colapso infraestructural ha desbordado los mecanismos diseñados para contenerla.
El fracaso de la contención es visible en términos materiales. Hospitales destruidos. Barrios enteros borrados. A comienzos de 2025, aproximadamente el 64 % de las torres de telecomunicaciones de Gaza habían sido eliminadas, cortando la línea vital digital del territorio. A esta eliminación física se suma una catástrofe humanitaria inducida. Las evaluaciones integradas de seguridad alimentaria declararon abiertamente condiciones de hambruna, mientras el Programa Mundial de Alimentos advirtió de una “posibilidad real de hambruna”. Estas condiciones no surgieron de un desastre natural: siguieron a restricciones deliberadas a los convoyes de ayuda en los pasos fronterizos. El asesinato de más de cien periodistas durante los primeros seis meses del asalto israelí a Gaza, documentado por el Comité para la Protección de los Periodistas, terminó de quebrar el aparato mediante el cual antes se gestionaba la indignación.
Lo que distingue este momento es la velocidad y el alcance de sus consecuencias. La devastación de Gaza ya no permanece como crisis contenida. Imágenes, testimonios, datos satelitales, registros de víctimas y mapas de desplazamiento circulan ahora directamente hacia la toma de decisiones institucionales en todo el mundo. Este material se sitúa en el centro de solicitudes de órdenes de detención ante la CPI, de casos en tribunales nacionales que impugnan exportaciones de armas en Canadá, Países Bajos y el Reino Unido, de campañas universitarias de desinversión, de resoluciones municipales de boicot y de acciones de accionistas contra cadenas corporativas de suministro. La guerra deja de ser algo lejano. Reorganiza activamente los cálculos políticos y jurídicos mucho más allá de la región.
Esto produce una confrontación que la vieja arquitectura estaba diseñada para evitar. O Gaza permanece sin consecuencias, o los principios de derecho y derechos humanos que estos sistemas dicen defender comienzan a aplicarse. Esta disyuntiva se desenvuelve ahora a través de múltiples canales: recursos judiciales, demandas de sanciones, campañas de embargo de armas e investigaciones de complicidad corporativa. Gaza ha hecho este giro imposible de contener o de gestionar retóricamente.
El lenguaje de la gestión de crisis ya no se sostiene. Lo que antes funcionaba como ciclo de destrucción y reparación genera ahora inestabilidad dentro de las estructuras políticas, jurídicas y económicas que sostenían el viejo orden. Gaza se ha convertido en la ruptura estructural: el punto donde la arquitectura de control encuentra sus límites operativos y morales.
II.2 Agotamiento del viejo marco de gobernanza
El colapso revelado por Gaza es institucional tanto como humanitario o militar.
Durante más de tres décadas, una coalición liderada por Estados Unidos, junto con Estados occidentales e Israel, operó mediante una arquitectura política establecida tras los acuerdos de Oslo. Esta estructura combinó un autogobierno palestino limitado, financiación de donantes administrada a través de organismos como el Comité Especial de Enlace, coordinación de seguridad supervisada por el Coordinador de Seguridad de EE. UU., gestión humanitaria a través de la UNRWA y ciclos repetidos de negociación. Prometía estabilidad. Produjo contención. Su propósito era gestionar la vida palestina bajo ocupación, no resolver las reivindicaciones palestinas.
Ese marco dependía de tres condiciones. La violencia debía seguir siendo periódica. La política palestina debía permanecer fragmentada, reforzada por la separación geográfica de Gaza y Cisjordania. Las instituciones occidentales debían permanecer protegidas de consecuencias legales, financieras y reputacionales. Las tres condiciones se han desmoronado.
El modelo humanitario ha pasado de estabilizador a campo de confrontación. La ayuda ya no es una herramienta de gestión, sino un terreno de disputa. Los convoyes se restringen o bloquean. Las agencias de socorro operan bajo amenaza directa. La financiación se politiza, con grandes donantes suspendiendo aportes a la UNRWA por motivos controvertidos. El lenguaje del humanitarismo expone ahora, en lugar de ocultar, la estructura política de la destrucción, como cuando la Clasificación Integrada de las Fases de la Seguridad Alimentaria declaró condiciones de hambruna a comienzos de 2025.
El modelo de seguridad ha perdido su fachada de coordinación. Lo que antes se denominaba “coordinación de seguridad” aparece ahora abiertamente como aplicación coercitiva contra la vida política palestina. Detenciones masivas, vigilancia omnipresente, redadas nocturnas y la expansión de puestos de control profundizan el control mientras la legitimidad se erosiona. La credibilidad de gobierno de la Autoridad Palestina se vacía, dejando un cascarón administrativo que gestiona la ocupación sin autoridad política.
El modelo diplomático ha perdido función operativa. Las negociaciones persisten como ritual. Circulan declaraciones de preocupación sin efecto. Fórmulas centrales como la “solución de dos Estados” ya no corresponden a ninguna realidad política observable, especialmente a la luz de las afirmaciones abiertas de funcionarios israelíes sobre un control permanente. El marco subsiste en la forma, pero ha perdido su capacidad.
Este agotamiento explica la intensidad de la represión actual. El sistema ya no estabiliza el conflicto mediante la gestión. Se estabiliza a sí mismo mediante una coerción creciente. Lo que antes funcionaba como gobernanza ha derivado en administración de emergencia. El marco no puede absorber Gaza, contener el tiempo político palestino ni restaurar las condiciones que antes hacían parecer sostenible el control.
II.3 El tiempo político palestino colisiona con la gobernanza occidental
La crisis actual es una colisión de tiempos.
La política palestina se despliega en una continuidad histórica: desplazamiento, ocupación, expansión colonial y refugio permanente. Esta historia no es telón de fondo, sino fuerza. Desde la Nakba de 1948 hasta la ocupación de 1967 y la consolidación del régimen de asentamientos, la vida política se acumula sin reinicio. La estrategia palestina crece bajo esta presión, moldeada por conflictos faccionales, momentos de unidad e intervenciones regionales, todo ello dentro de un marco temporal ininterrumpido.
La gobernanza occidental se mueve a otro ritmo. Avanza por crisis, cumbres, negociaciones y “reinicios”: de Madrid a Oslo, de la Hoja de Ruta en adelante. El conflicto se fragmenta en etapas o “fases”, tratadas como si estuvieran desconectadas entre sí. Cuando la atención pública o mediática se desplaza, se diluye la responsabilidad por lo anterior. Nadie rinde cuentas de manera real. La “estabilidad” —o su apariencia— depende de olvidar convenientemente crímenes pasados, injusticias y promesas incumplidas.
Los grandes bancos e instituciones financieras publican informes fríos y técnicos que describen la situación sin señalar responsabilidades, sin admitir complicidades ni vincular beneficios actuales con ocupación, asentamientos o guerra. El pensamiento oficial de seguridad reduce una historia larga y compleja a un relato de “contraterrorismo”, borrando causas estructurales, colonialismo, ocupación, desigualdad y violaciones de derechos, y encuadrándolo todo como “terroristas” frente a “defensores”.
En síntesis: el sistema funciona dividiendo el tiempo en capítulos olvidables, dejando que la atención diluya la responsabilidad, borrando la memoria en nombre de la “estabilidad”, neutralizando la implicación financiera y reduciendo la historia a un prisma permanente de guerra contra el terrorismo. Así se perpetúa el statu quo sin cambio real ni justicia.
Gaza colapsa la distancia entre estos modelos temporales.
La devastación no puede enmarcarse como emergencia temporal. Registros satelitales, bases de datos de víctimas, mapas de desplazamiento y archivos jurídicos colocan la continuidad histórica directamente ante tribunales y opinión publica. La opinión consultiva de 2024 de la Corte International de Justicia que confirma la ilegalidad de la ocupación, junto con la documentación de la ONU sobre la expansión de los asentamientos, convierten el pasado en presente como prueba.
Esta colisión entre responsabilidad acumulada y presente desestabiliza profundamente la gobernanza occidental. Sistemas diseñados para gestionar eventos aislados se desmoronan bajo el peso de una historia no resuelta que ya no puede restablecerse ni ignorarse. Las herramientas tradicionales —diplomacia itinerante, incentivos económicos, marcos de resolución de conflictos— resultan insuficientes ante la escala de consecuencias desatadas. Como resultado, la represión se vuelve estructural: el reloj político no puede retroceder, y el control se desplaza hacia las propias condiciones de la vida política. La sociedad civil se criminaliza, la disidencia se reprime, las plataformas se censuran y la ayuda humanitaria se condiciona y se instrumentaliza. Tribunales, prisiones, fronteras, universidades y sistemas financieros se han convertido en los principales escenarios de lucha.
El tiempo político palestino ha entrado en las instituciones occidentales. Reorganiza el poder. Reconfigura lo que hoy significa “estabilidad”.
II.4 El momento umbral
El momento presente marca un umbral político definido por una presión asimétrica.
Palestina ya no funciona como un tema distante de debate. Entra directamente en la gobernanza como fricción institucional y jurídica. Los tribunales occidentales afrontan impugnaciones a exportaciones de armas y casos de complicidad corporativa. Las universidades enfrentan campañas de desinversión. Corporaciones y bancos lidian con el riesgo de sanciones y exposición vinculados a los asentamientos. Este desplazamiento traslada la lucha al interior de la maquinaria del poder, manteniéndose profundamente desigual: el veto estadounidense, el peso económico europeo y la supremacía militar israelí siguen dominando el campo.
Esto explica la naturaleza incrustada de la respuesta. La represión se ha convertido en política central. Los sistemas legales y administrativos criminalizan la solidaridad. Los marcos diplomáticos imponen condiciones a la autodeterminación palestina. El sistema se recalibra defensivamente a medida que la presión se acumula dentro de sus propias instituciones.
A partir de ahora, represión y transformación avanzan juntas. El derecho internacional se ha convertido en campo de batalla central mediante órdenes de la CPI y procedimientos ante la CIJ. El reconocimiento diplomático del Estado palestino gana impulso, aunque se vea cercado y condicionado. La sociedad civil canaliza pruebas hacia consejos de administración y agencias gubernamentales, forzando elecciones entre la ley y la alineación. La agencia política palestina se intensifica, articulada en iniciativas como los llamados a un “Pacto por Gaza”, mientras actores regionales recalibran la normalización en torno a pasos irreversibles hacia la estatalidad.
Este umbral no cierra el campo político. Lo amplía. La lucha se despliega ahora dentro de la máquina.
Lo que sigue no se parecerá a los patrones de control anteriores. Se perfila una era política diferente, definida por la confrontación continua y asimétrica entre una demanda inquebrantable de justicia y un poderoso sistema de control cada vez más consumido por el esfuerzo de gestionar su propio desmoronamiento.
III.1 Crisis de legitimidad de las instituciones occidentales
La cuestión de Palestina está generando ahora una crisis abierta y visible de legitimidad en el núcleo de los gobiernos e instituciones occidentales.
Durante décadas ha existido una contradicción estructural: los Estados occidentales afirman públicamente valores liberales —derechos humanos, Estado de derecho y justicia— mientras que, en la práctica, posibilitan o pasan por alto violaciones graves. Esa contradicción ya no queda confinada al debate o a la teoría. Se despliega a diario en los tribunales, en las calles mediante la protesta y a través de la exposición pública de dobles raseros políticos.
Los tribunales están en el centro de esta ruptura.
En países como Canadá, Países Bajos y el Reino Unido, los tribunales nacionales están escuchando impugnaciones legales serias que buscan detener exportaciones de armas a Israel, argumentando que vulneran el derecho internacional humanitario, en particular las protecciones a la población civil. En Estados Unidos, los tribunales federales desestiman rutinariamente casos similares como “cuestiones políticas” fuera del alcance judicial. Este contraste revela un sistema coordinado de evasión: los principios legales se suspenden discretamente cuando chocan con prioridades geopolíticas —en este caso, el apoyo incondicional a Israel—.
La dinámica se agudizó en diciembre de 2025, cuando el gobierno de Estados Unidos impuso sanciones a jueces en funciones de la Corte Penal Internacional tras la emisión de órdenes de detención vinculadas al conflicto. El paso de la crítica al castigo directo a la independencia judicial marcó una escalada decisiva. La autoridad se desplaza ahora visiblemente desde los tribunales independientes hacia el poder ejecutivo y el cálculo diplomático.
Las universidades quedan cada vez más atrapadas en la misma crisis.
En Estados Unidos y el Reino Unido, las protestas estudiantiles y las acampadas que reclaman derechos para Palestina son desmantelados rápidamente por la policía, y la libertad de expresión se restringe mediante argumentos de “seguridad en el campus” o “gestión de riesgos”. En algunos países europeos, con mayor frecuencia se permite que las protestas continúen, reflejando protecciones legales más fuertes para la libertad de expresión.
En todos los contextos, sin embargo, las direcciones universitarias utilizan su autoridad institucional para contener y gestionar el costo político: transforman los campus —tradicionalmente espacios de investigación abierta y debate— en entornos fuertemente regulados, moldeados por la presión de donantes y el miedo a reacciones públicas.
Los grandes medios corporativos están perdiendo autoridad con rapidez.
Los principales medios de comunicación corporativos están perdiendo rápidamente su autoridad.
Personas de todo el mundo, ahora conectadas en tiempo real, verifican los acontecimientos mediante vídeos, fotografías, documentos y testimonios presenciales que surgen directamente de Gaza. Las debilidades que venían desarrollándose desde hacía tiempo —la consolidación corporativa, el sesgo algorítmico y la influencia de las élites— se han intensificado drásticamente bajo la presión de la cobertura mediática de Gaza. La confianza pública se ha fracturado.
El público se inclina cada vez más hacia plataformas descentralizadas, periodistas independientes sobre el terreno y especialistas que examinan las pruebas con rigor. Este cambio en el panorama informativo lleva años desarrollándose, pero Gaza lo ha vuelto irreversible.
El marco entero de los “derechos humanos” empieza a resquebrajarse.
Cuando las protecciones a la población civil se aplican de forma selectiva —invocadas con fuerza en unos casos y abandonadas en otros— pierden su fuerza moral. Estados Unidos califica la hambruna en Gaza como una emergencia mientras sigue respaldando el cerco que la produce. La UE envía ayuda humanitaria mientras mantiene ventas de armas y una cooperación militar profunda con Israel.
Como resultado, términos como “derechos humanos” y “protección” corren el riesgo de convertirse en lenguaje político vacío, en lugar de compromisos éticos. El daño se extiende más allá de Palestina: erosiona el propio fundamento de la credibilidad y la autoridad moral occidentales a escala global.
El contagio es sistémico. La ley parece política. La educación parece controlada. Los medios de comunicación parecen instrumentales. Los derechos humanos parecen condicionales. El consentimiento público, antaño la fuerza estabilizadora de estas instituciones, se erosiona hasta convertirse en un escepticismo sostenido.
III.2 Expansión de la represión en el plano interno
A medida que los gobiernos e instituciones occidentales enfrentan las repercusiones mundiales de Palestina, herramientas antes desplegadas en el exterior operan ahora hacia dentro, moldeando la vida política de sus propias sociedades. La frontera entre política exterior y gobernanza interna se ha adelgazado hasta prácticamente desaparecer.
Sistemas de seguridad construidos para la confrontación externa organizan ahora la gestión de la protesta y la disidencia internas.
En Alemania, organizaciones como Samidoun, una red de solidaridad con presos palestinos, han sido prohibidas bajo estatutos antiterroristas, junto con redadas en espacios comunitarios. En el Reino Unido, integrantes de Palestine Action permanecen en detención preventiva prolongada, a menudo durante más de un año sin juicio, muy por encima de los límites legales estándar. En Estados Unidos, la represión adopta un perfil más administrativo: investigaciones, restricciones de viaje, bloqueo de financiación, sanciones profesionales y presión institucional en capas.
En estos contextos prevalece una lógica única: la infraestructura de seguridad diseñada para la política exterior ahora rige la oposición política interna.
La vigilancia continúa su expansión constante, justificada como prevención. Las comunicaciones y la actividad financiera quedan bajo escrutinio por asociación política y por creencias. Bancos y procesadores de pago cierran cuentas bajo reglas ambiguas de “riesgo reputacional”, imponiendo exclusión económica sin revisión judicial. La vinculación con causas pro-palestinas restringe cada vez más el acceso a la vida financiera ordinaria, estrechando el espacio para la organización colectiva.
Los actos de solidaridad ordinarios ahora se consideran delitos. La recaudación de fondos, la defensa legal, la asistencia humanitaria y la crítica académica se clasifican como problemas de seguridad. En Estados Unidos, organizaciones como Palestine Legal documentan niveles récord de doxing, represalias laborales, investigaciones y acoso, lo que produce un efecto disuasorio que interrumpe la participación política en sus etapas iniciales.
El espacio público experimenta una transformación paralela. Los campus universitarios se ven sometidos a medidas de seguridad más estrictas. Las reuniones se enfrentan a restricciones más estrictas. La vigilancia continua se vuelve rutinaria. El apoyo visible a Palestina provoca una intervención regulatoria extraordinaria.
El orden político que se configura se vuelve cada vez más rígido y controlado, dirigido mediante presión preventiva, mando administrativo y acción ejecutiva acelerada, con un espacio cada vez menor para la deliberación o la contención procedimental.
III.3 Fragmentación de las coaliciones políticas occidentales
En los sistemas políticos occidentales, las repercusiones de Palestina presionan ahora hacia el interior. Instrumentos que antes se desplegaban en el exterior modelan cada vez más la vida política doméstica. La frontera entre política exterior y gobernanza interna continúa adelgazándose, hasta que la separación misma resulta difícil de sostener.
Lo que comenzó como arquitectura de seguridad para la confrontación externa organiza hoy la gestión de la protesta y la disidencia internas.
En Alemania, Samidoun ha sido prohibida bajo la legislación antiterrorista, con redadas que se extienden a espacios comunitarios. En el Reino Unido, integrantes de Palestine Action permanecen en detención preventiva prolongada, a menudo por más de un año sin juicio, superando los límites legales estándar. En Estados Unidos, la presión se acumula por vías administrativas: investigaciones, restricciones de viaje, bloqueo de financiación, consecuencias laborales y escrutinio institucional.
Pese a las diferencias nacionales, el patrón se mantiene. La infraestructura de seguridad construida para la política exterior gobierna ahora la oposición política doméstica.
En todas partes, la vigilancia se expande, justificada como prevención. Las comunicaciones y las transacciones financieras atraen escrutinio por asociación política y por creencias. Bajo criterios vagos de “riesgo reputacional”, bancos y procesadores de pago cierran cuentas, imponiendo exclusión económica sin revisión judicial. Para muchas personas, la vinculación con causas pro-palestinas restringe el acceso a la vida financiera ordinaria, estrechando el terreno de la organización política antes incluso de que emerja plenamente.
La solidaridad misma ha entrado en una zona de sospecha penal. Recaudación de fondos, defensa legal, asistencia humanitaria y crítica académica: todo circula dentro de la categoría de “preocupación de seguridad”. En Estados Unidos, Palestine Legal documenta niveles récord de doxxing, represalias laborales, investigaciones y acoso. El resultado es un efecto disuasorio generalizado que interrumpe la participación política en sus fases más tempranas.
Mientras tanto, el espacio público ha sido reingenierizado silenciosamente. Los campus absorben regímenes de seguridad más pesados. Las concentraciones afrontan restricciones más estrictas. La monitorización continua se vuelve rutinaria. Las expresiones de apoyo a Palestina desencadenan intervenciones regulatorias extraordinarias.
Lo que ha tomado forma es un orden político cada vez más rígido y administrado, dirigido por presión preventiva, mando administrativo y acción ejecutiva acelerada, con la deliberación y la contención procedimental desplazadas de manera constante.
III.4 Consecuencias sistémicas a largo plazo
La crisis desencadenada por Palestina está acelerando transformaciones profundas en cómo se gobiernan los países occidentales y en cómo son percibidos en el mundo.
El viejo sistema de la posguerra fría —construido sobre promesas de valores liberales, normas internacionales y un “orden basado en reglas”— se descompone cuando esas reglas se aplican de manera desigual. Ya no es solo un problema de imagen: es una ruptura real de la autoridad moral y política de Occidente, que durante décadas fue su principal activo global. Este debilitamiento abre espacio para que otros países, especialmente del Sur Global, impulsen sus propios relatos y ofrece a potencias rivales pruebas contundentes de los dobles estándares occidentales.
A medida que la confianza y la legitimidad se erosionan, los gobiernos se vuelven más duros y menos abiertos. En lugar de persuadir, recurren cada vez más al control vertical y a la coerción. El consentimiento es sustituido por órdenes. La vigilancia se expande. La política se vuelve tensa, fragmentada y frágil. El horizonte oscila entre una ruptura constitucional con protestas antisistema de gran escala, o una estabilidad autoritaria fría, tecnocrática y vigilada. Una salida real —mediante rendición de cuentas honesta y aplicación coherente del derecho— parece improbable en el corto plazo.
La política exterior y los asuntos internos se han fusionado por completo. Métodos antes empleados en ocupaciones, contrainsurgencia y la “guerra contra el terrorismo” se vuelcan ahora hacia dentro, creando una sensación de conflicto interno permanente en las sociedades occidentales.
Al mismo tiempo, existe un esfuerzo paralelo por blindar a Israel frente a esta presión: el impulso de normalización saudí-emiratí-bahreiní y la continuidad del marco de los Acuerdos de Abraham. Incluso tras Gaza y la indignación regional generalizada, este proyecto no ha muerto. Opera como un muro protector, integrando a Israel más profundamente en flujos de capital del Golfo, acuerdos de seguridad, rutas energéticas y redes comerciales. Esta alineación regional no cancela los problemas en Occidente; los confirma. Cuanto más crecen las demandas de rendición de cuentas dentro de las instituciones occidentales, más urgente se vuelve para Israel y sus socios del Golfo construir estos amortiguadores independientes.
Todos estos cambios ya están reconfigurando la forma en que se gobiernan los países occidentales. La lucha por Palestina se ha convertido en el campo de batalla central donde se decidirá el futuro del conjunto del sistema político occidental.
IV.1 La ganancia estratégica
Durante años, las potencias occidentales gestionaron la cuestión palestina como una preocupación moral administrable. Absorbían la indignación pública con declaraciones diplomáticas pulidas, promesas de ayuda humanitaria y ciclos informativos cuidadosamente controlados. Ese viejo modelo persiste, pero ya no fija las reglas del enfrentamiento.
La estrategia palestina, forjada por las realidades extremas de Gaza y amplificada a través de redes globales, ha abierto nuevos y poderosos ámbitos de confrontación. La lucha se despliega ahora en tribunales internacionales como la Corte Penal International, donde las órdenes de detención por presuntos crímenes de guerra desafían directamente la impunidad de larga data. Llega a los consejos de administración, donde litigios por exportaciones de armas y campañas de desinversión obligan a las empresas a enfrentar su complicidad. Se extiende por los espacios públicos digitales, donde la censura masiva de plataformas y los cierres súbitos de cuentas exponen la maquinaria oculta del silenciamiento. Incluso penetra en el funcionamiento interno de las instituciones, donde decisiones rutinarias sobre compras, inversiones y cumplimiento normativo ya no pueden escapar a un escrutinio político intenso.
Este desplazamiento constituye un avance estratégico mayor porque desmonta la antigua capacidad de negar o hablar en abstracciones vagas. Cuando pruebas forenses claras de destrucción llegan a los expedientes de la CPI, cuando contratos de armas enfrentan litigios en tribunales nacionales, cuando bancos cierran cuentas invocando “riesgo reputacional” y cuando plataformas limitan contenidos mediante algoritmos documentadamente sesgados, el sistema se ve obligado a revelar su lógica operativa real. La lucha se vuelve visible no por grandes discursos, sino por pasos concretos: sanciones impuestas, demandas presentadas, cuentas silenciadas y envíos bloqueados.
La solidaridad ha adoptado así una forma nueva y más eficaz. El trabajo de mayor impacto ya no depende solo de la persuasión o de protestas simbólicas. Se centra en crear fricción real y forzar decisiones difíciles dentro de instituciones que deben tomar resoluciones tangibles cada día. Las universidades deben sopesar políticas de compras e inversión. Puertos y sindicatos deben decidir si manejan cargamentos controvertidos. Los reguladores deben abordar fallos de cumplimiento. Los tribunales deben pronunciarse sobre responsabilidades compartidas por complicidad. Los gobiernos deben calcular los costos políticos crecientes de blindar a un aliado frente a la rendición de cuentas.
En esta fase, la estrategia palestina ha ganado una palanca estructural profunda. Obliga a las instituciones a elegir entre sus principios declarados y sus alianzas políticas. Impone costos reales —legales, financieros y reputacionales— que no pueden neutralizarse con palabras. Transforma la complicidad silenciosa en un problema de gestión activo y cotidiano que no puede ignorarse.
En esencia, esta es la ganancia decisiva del momento presente: la política palestina ya no espera fuera de las puertas del poder pidiendo cambios. Ha entrado en la maquinaria misma, reconfigurando silenciosamente los cálculos de costo-beneficio de quienes controlan las palancas.
IV.2 El peligro estratégico
Todo avance estratégico genera una contraofensiva feroz. A medida que la política palestina se inserta en los sistemas operativos del poder occidental, esos sistemas responden intentando desactivar la capacidad misma que hizo posible la irrupción. El peligro central es el intento sistemático de empujar la estrategia palestina de vuelta a formas que puedan aislarse, criminalizarse y neutralizarse.
La primera presión es la fragmentación. La prohibición de Samidoun en Alemania, las sanciones transnacionales contra su red y el señalamiento de dirigentes específicos como Khaled Barakat buscan cortar el tejido conectivo de un movimiento global. Cuando las organizaciones se desmantelan y las redes se interrumpen, la coordinación se fractura. Se pierde memoria institucional. Cada lucha local corre el riesgo de desligarse del proyecto político amplio, transformando un frente unificado en una serie de emergencias aisladas y manejables.
La segunda presión es el agotamiento. Es el desgaste administrativo lento diseñado para drenar la vitalidad del movimiento: detenciones preventivas prolongadas en el Reino Unido, bloqueos financieros paralizantes contra grupos de ayuda y de incidencia, y una vigilancia constante que exige un cálculo de seguridad permanente. El activismo es empujado a un modo de supervivencia. La estrategia de largo plazo queda desplazada por la gestión de crisis inmediatas. El trabajo que construye poder se sacrifica para simplemente seguir en pie.
La tercera presión es la desviación forzada. Cuando cada acto de solidaridad se reencuadra bajo un prisma de seguridad —como “apoyo material al terrorismo” o amenaza al “orden público”—, el movimiento es empujado a una postura defensiva. La atención se desplaza de avanzar objetivos políticos a responder sin fin a acusaciones legales y a sortear trampas de cumplimiento. La lucha es arrastrada al terreno elegido por el adversario: el tribunal, la oficina de cumplimiento normativo, la revisión antiterrorista. El sistema se apropia del ritmo y del encuadre.
El peligro más profundo es la captura estratégica. Si estas presiones tienen éxito, la política palestina queda reducida a la reacción permanente. Se ve obligada a moverse únicamente en el punto donde se ejerce la represión, en lugar de avanzar hacia los espacios donde el poder es vulnerable. Evitar este desenlace exige una disciplina que vaya a contracorriente de la presión: preservar la continuidad organizativa, proteger la memoria colectiva y negarse de forma constante a que el sistema imponga el sentido, el objetivo o el ritmo de la lucha.
IV.3 El nuevo terreno del poder
La fase actual ha dejado brutalmente claro dónde se concentra ahora el poder y dónde hay que ejercer influencia. Las intervenciones más eficaces han ido más allá del ámbito primario de los mensajes o los llamamientos morales. Ahora se centran en los sistemas operativos que traducen las políticas en realidad: las cadenas de suministro de armas, las rutas de transporte marítimo, la suscripción de seguros, los contratos de adquisición, el cumplimiento normativo bancario, la gobernanza institucional y los algoritmos de visibilidad digital. Estos son los puntos críticos en los que las decisiones políticas se convierten en acciones y donde pueden ser interrumpidas.
Cuando los envíos de armas se retrasan por demandas judiciales o bloqueos, cuando las aseguradoras retiran coberturas citando riesgos de crímenes de guerra, cuando los contratos universitarios se impugnan por complicidad, cuando los pagos bancarios se congelan, la lucha pasa del argumento a la consecuencia. Instituciones que antes podían alegar neutralidad se ven obligadas a actuar, revelando su alineamiento a través de decisiones operativas concretas.
Este terreno es complejo, técnico y lento. Exige conocimientos específicos: solvencia jurídica para presentar escritos ante tribunales, pericia forense para construir archivos probatorios, competencia financiera para acciones de accionistas y comprensión logística de cadenas globales de suministro. No es intrínsecamente espectacular. A menudo se manifiesta como el trabajo meticuloso de auditorías, denuncias regulatorias, impugnaciones de contratos y apelaciones a políticas de plataformas. Y, sin embargo, ahí es donde se acumula una influencia duradera: no en el espectáculo efímero, sino en la imposición sostenida de fricción.
El éxito en esta fase depende de una estrategia afinada.
Requiere identificar qué instituciones están más expuestas, aprender a operar dentro de sus propias normas y procedimientos, localizar puntos de vulnerabilidad y dependencia, y construir alianzas que multipliquen la presión en lugar de dispersarla. Las victorias puramente simbólicas ya no bastan. El trabajo avanza ahora de forma acumulativa —capa a capa— y a nivel estructural, reconfigurando la propia arquitectura del poder.
Este enfoque técnico y focalizado se apoya en la movilización de masas. Los movimientos de masas generan energía política, abren espacio y producen urgencia desde abajo. En ese espacio, la presión institucional precisa convierte el impulso en cambios concretos y en costos políticos y económicos ineludibles.
En este punto, la estrategia palestina se convierte en algo más profundo.
Madura como un esfuerzo por gobernar —por moldear y orientar— el propio terreno en el que se libra la lucha.
IV.4 El problema del tiempo
El desafío estratégico central es una colisión de cronologías. La política palestina se construye sobre un continuo largo de desplazamiento, ocupación y resistencia —un horizonte histórico ininterrumpido en el que 1948, 1967 y 2023 son capítulos de un mismo relato—. Los sistemas occidentales a los que se enfrenta operan con un ritmo de ciclos de crisis: estallidos de indignación, respuestas calibradas, reinicios diplomáticos y amnesia programada. Estos modelos temporales chocan violentamente en cada escalada.
La estrategia, por tanto, debe cumplir una doble función. Debe rechazar categóricamente el reinicio y la amnesia que este exige, manteniendo viva la memoria larga de la lucha. Y, simultáneamente, debe usar momentos de ruptura profunda —como la catástrofe en curso en Gaza— para acelerar consecuencias y consolidar avances que impidan el retorno a la “normalidad” previa. El gran peligro es quedar atrapados por completo en el calendario del adversario de gestión de crisis, donde cada horror se convierte en un episodio autocontenido y los avances anteriores se borran silenciosamente en la niebla de la “siguiente” crisis.
Esto exige construir instituciones de memoria y continuidad: archivos jurídicos robustos, bases de datos verificadas de víctimas, registros organizativos preservados y redes de educación política que sobrevivan a campañas individuales y ciclos mediáticos. La lucha no puede permitirse ser amnésica; debe estar diseñada para sobrevivir al declive de los titulares. A la vez, la sincronización estratégica es crucial. Los momentos de máxima exposición global y conmoción política abren ventanas estrechas para acciones decisivas: presentar demandas emblemáticas, lanzar campañas audaces de desinversión o forzar realineamientos diplomáticos. La estrategia debe dominar, por tanto, dos ritmos a la vez: la acumulación lenta e implacable de poder estructural y la explotación rápida y precisa de quiebres políticos.
La victoria en esta fase pertenece a quienes controlan el tiempo: quienes estiran el momento de crisis hasta convertirlo en un ajuste de cuentas permanente y quienes incrustan el pasado tan profundamente en el presente que no puede ser descartado.
IV.5 Unidad, disciplina y diferenciación de roles
La tarea definitoria de esta fase es la coordinación.
No la uniformidad, sino la alineación orquestada entre roles diferenciados. Los frentes de intervención siguen siendo múltiples y distintos: incidencia jurídica en tribunales internacionales, acción directa contra infraestructuras, organización laboral en sectores estratégicos, trabajo forense-mediático, operaciones humanitarias de supervivencia, redes de solidaridad con presos, defensa comunitaria y movilización política de la diáspora. Ninguna táctica u organización puede cargar por sí sola con todo el peso.
El peligro inherente es la fragmentación interna que hace el trabajo del sistema. Cuando un ala del movimiento sabotea o deslegitima a otra, reproduce las mismas fracturas que la represión externa busca imponer. La disciplina, en este contexto, significa negarse activamente a interiorizar la lógica del adversario. Significa reconocer que la activista acusada de terrorismo y la abogada que presenta una petición ante la Corte Penal International —aunque su trabajo cotidiano no se parezca en nada— participan en la misma campaña estratégica.
La unidad, por tanto, se construye mediante objetivos estratégicos compartidos, canales seguros de intercambio de información, un respeto maduro por los roles necesarios y una coordinación cuidadosa para que las distintas tácticas no interfieran entre sí. Algunas personas y estructuras absorberán necesariamente la represión más dura para abrir espacio político; otras consolidarán avances dentro de marcos institucionales. Ambas funciones son esenciales. Sostener este equilibrio complejo es la marca de la madurez política. El movimiento debe aprender a proteger su propia capacidad interna y su cohesión con la misma firmeza con la que confronta el poder externo.
IV.6 Qué significa la victoria en esta fase
La victoria en la fase presente es un paso dentro de un horizonte más largo de liberación. Reside en la acumulación deliberada de avances irreversibles que alteran la correlación de fuerzas. Se mide por el aumento de los costos impuestos a quienes sostienen la ocupación y por el fortalecimiento de la capacidad del cuerpo político palestino.
Se ve en el precedente que sienta una orden de detención de la CPI, que hace la impunidad futura más arriesgada en términos jurídicos. Se ve en la desinversión corporativa y en los contratos rotos que reducen el espacio de la complicidad incondicional. Se ve en la red de solidaridad que se adapta y persiste pese a ser prohibida. Se ve en la institución —un ayuntamiento, una universidad, un fondo de pensiones— forzada a un alineamiento público y permanente que ya no puede ocultarse tras retórica vacía.
Cada precedente legal, cada envío interrumpido, cada asociación expuesta se acumula. La lucha se vuelve estructuralmente más pesada para quienes la libran y la habilitan, y más estable, resiliente y legible para quienes la sostienen. Esta fase construye las condiciones esenciales para la siguiente. La liberación no se logra en una única ruptura dramática; se construye mediante una secuencia de desplazamientos irreversibles que estrechan sistemáticamente las opciones del adversario y amplían el campo de lo políticamente posible.
En este momento, la victoria significa hacer que la maquinaria de la injusticia sea cada vez más costosa, vulnerable desde el punto de vista legal, políticamente tóxica y operativamente insostenible. Significa hacer que el statu quo sea ingobernable.
Conclusión: la forma del momento
La lucha por Palestina ha dejado de ser una cuestión de opinión, relato o preferencia de política pública. Se ha convertido en una cuestión de estructura política: qué formas de poder pueden gobernar el futuro y cuáles han perdido la capacidad de contenerlo.
Por eso el presente genera inestabilidad en tantos ámbitos a la vez. Gaza no solo ha hecho añicos un viejo orden; ha expuesto su arquitectura subyacente —cómo funcionaba su lógica de contención, qué requería su estabilidad y qué violencia ocultaba de manera sistemática—. Los mecanismos de control que antes operaban mediante coordinación silenciosa y desvío retórico actúan ahora abiertamente mediante sanciones a jueces, prohibiciones de movimientos, coerción financiera y supresión algorítmica. El derecho, la diplomacia, el humanitarismo y la seguridad ya no estabilizan el sistema. Circulan, en cambio, como pruebas de contradicción, un registro visible de la brecha creciente entre los principios proclamados y la práctica vivida.
Para la política palestina, esta exposición no es solo una crisis de supervivencia. Es una apertura histórica creada por la colisión de los tiempos políticos. La lucha se despliega ahora dentro de la arquitectura del poder global —en tribunales, cadenas corporativas de suministro, regímenes de cumplimiento financiero y el espacio público digital—. El campo de acción ya no está definido por la búsqueda de reconocimiento, sino por la imposición de consecuencias y el cálculo de costos. El sistema responde con represión estructural porque no tiene otra forma operativa. Intenta gobernar una realidad política —la capacidad palestina de generar presión responsable— que sus viejas herramientas de gestión ya no pueden absorber.
Gaza ha obligado al sistema a mostrar sus límites. El viejo marco de gobernanza no puede continuar en su forma anterior. Si esta ruptura conduce a una transformación, a una adaptación autoritaria o a un nuevo modo tecnocrático de contención sigue sin resolverse. Lo que sí es seguro es que no hay retorno. Gaza se ha convertido en la prueba de estrés que el viejo orden no puede eludir. La disputa ahora es por lo que lo reemplaza.
Lo que viene no se decidirá mediante declaraciones diplomáticas ni por la inercia de negociaciones fallidas. Se decidirá a través de contiendas materiales y organizativas: si la vida política palestina y sus aliados pueden resistir la maquinaria transnacional desplegada para fragmentarlos; si la continuidad histórica puede preservarse frente a la amnesia cíclica de la gestión de crisis; si las instituciones de memoria, coordinación y disciplina colectiva —archivos jurídicos, redes de solidaridad, paciencia estratégica— pueden sobrevivir a una presión y un ataque implacables.
Este es el trabajo definitorio del período que se abre. No una ruptura espectacular única, sino una reordenación constante de las condiciones de la lucha. No un llamamiento a la conciencia externa, sino la construcción de un nuevo equilibrio de poder desde dentro de la propia lógica operativa del sistema.
Este ensayo no prescribe campañas ni secuencias. Se limita a mapear el campo en el que todas esas decisiones deben tomarse ahora.
El umbral ha sido cruzado. El cambio ya está en marcha. La cuestión que queda es si la organización política palestina y sus formaciones aliadas tendrán la claridad, la unidad y la resistencia necesarias para moldear en qué se convierte ese cambio —para asegurar que el orden emergente no se incline hacia una represión más refinada, sino hacia una justicia ineludible.
Esta es la forma del momento: una era de consecuencia.
Rima Najjar es palestina. La familia de su padre procede de Lifta, aldea despoblada por la fuerza en las afueras occidentales de Jerusalén, y la familia de su madre es de Ijzim, al sur de Haifa. Es activista, investigadora y profesora jubilada de literatura inglesa en la Universidad de Al-Quds, en Cisjordania ocupada.